LA VERGÜENZA: EL GRAN SABOTEADOR DE MUCHOS DE MIS “Y SI…”

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La vergüenza supone así un alimento de miedo que anula nuestra pro-actividad y expresión propia.

La vergüenza nos hace agachar la cabeza, evitar la mirada y sentir calor irradiándose desde las mejillas hasta las orejas. La vergüenza es uno de los principales saboteadores personales, responsable de que no llevemos a cabo muchos de nuestros “y si…” con los que fantaseamos.

Pero… ¿de dónde viene y (sobre todo) a dónde va la vergüenza?

Nacemos y nos lleva un tiempo entender que no estamos solos en nuestra existencia. Hay personas que lo recuerdan y otros que no, pero es muy normal que durante el primer tiempo de vida tengamos la sensación de que el mundo gira a nuestro alrededor y que la única realidad verdadera es nuestra presencia.

Esa sensación se va difuminando a medida que desarrollamos, entre los 18 meses y 3 años de vida, lo que en psicología llamamos la intersubjetividad o teoría de la mente. Es decir,  es un proceso donde se habilita nuestra capacidad para entender que el resto de las personas son también seres pensantes como nosotros, con deseos, intenciones, expectativas y vidas paralelas que ruedan al mismo tiempo que la nuestra. En ese proceso además entendemos que el resto de personas nos representan y evalúan en su mente (con la presión que eso supone).

¿Te reían las gracias de pequeño?

Sin duda, en el hecho de ser o no muy vergonzoso, tiene mucho que ver con cuál era la respuesta del contexto que te rodeaba con respecto a las acciones y decisiones que cometías.

Mediante la interacción con los demás vamos interiorizando a lo largo de la vida unas pautas de comportamiento. Un protocolo social que nos dicta que “se puede o no” hacer en cada situación. Es por eso que, aquellas personas en cuya infancia disfrutaron de relaciones sociales que le premiaban la expresión libre de sus impulsos no suelen tener tantos problemas ya de adultos para lidiar con situaciones que sí que suponen una fuente de estrés y vergüenza para aquellos otros que escuchaban a menudo frases como “compórtate bien” o “no hagas el tonto” desde pequeños.

El protocolo de conducta que interiorizamos a través de esas experiencias nos sirve para tener la capacidad de medir nuestro ajuste al contexto lo cual supone una herramienta útil para convertirnos en personas psicológica y socialmente adaptadas al medio.

Sin embargo, la vergüenza es una respuesta limitante y contraproducente resultado de ese proceso necesario. Cuando comparamos nuestro comportamiento con el que creemos que se espera de nosotros y nos fijamos más en lo que fallamos que en lo que acertamos, es cuando surge en nosotros el sentimiento de vergüenza.

La vergüenza es limitante en el sentido de que es una sensación de malestar intenso que al igual que meter los dedos en el enchufe, nos genera aversión a lo que acaba de pasar y probabiliza que en el futuro no nos atrevamos a actuar de esa forma.

Evidentemente en el caso del enchufe aprender a no electrocutarnos es un aprendizaje conveniente pero en el caso de la vergüenza las valoraciones que hacemos son más subjetivas y a menudo aprendemos erróneamente a que no tenemos que actuar lo que perjudica también a nuestra autoestima. La vergüenza supone así un alimento de miedo que anula nuestra pro-actividad y expresión propia.

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